sábado, 4 de agosto de 2012

El Buda y el Gong


El Buda y el Gong

  Sobre el camino imperial que iba de Nanqing a Cantón había un pueblo de gente laboriosa y humilde. A pesar de que por aquel camino pasaban numerosas caravanas el poblado no prosperaba, nada de aquella riqueza se quedaba allí.
   La comida era buena, el agua pura, el trato inmejorable pero los apresurados comerciantes no querían perder ni un momento y se apuraban hacia las grandes ciudades a vender sus telas, sus cerámicas y su jade.
   Así fue que los jefes de las familias se reunieron viendo que el poblado languidecía y sus hijos abandonaban las tierras de sus antepasados. Entonces tuvieron una idea que resultaría muy exitosa, allí y en otras ciudades de todo el mundo aún en el lejano futuro que ellos no vislumbraban. Pensaron que si ponían una figura de veneración los viajeros se quedarían los tres días de rigor para tener buena fortuna en los negocios.
   El herrero del pueblo se ocuparía de todo. Hábil artesano, reunió todo el oro que los habitantes le dieron y lo dividió en dos partes exactamente iguales. A una de ellas la fundió y volcó en un molde para hacer un brillante gong. Una vez que se enfrió lo pulió y envolvió en seda clara. Con la otra mitad del metal hizo planchas delgadas. Luego construyó un armazón de hierro y sobre él fue colocando una a una las planchas golpeándolas con un martillo de madera para darles la forma del Fo Amituo. Este trabajo le llevó largo tiempo y los pobladores se habituaron a escuchar los martillazos desde la salido del sol hasta el anochecer.
  Cuando la tarea estuvo terminada todos apreciaron el gran trabajo del artesano. Colocaron el buda en un altar y colgaron el gong a un costado. Entre estos descansaba el martillo de madera con que el herrero modelara la estatua.
   Al otro día trajeron un monje para realizar el Kaiguang y pronto el rumor se corrió entre los viajeros.

   La idea, decíamos antes, fue un éxito. Cada comerciante que pasaba por el camino imperial se acercaba al altar, golpeaba tres veces el gong con el martillo de madera y luego quemaba incienso y se inclinaba ante la estatua. Y desde luego, se quedaba en el pueblo hasta terminar el rito.

   Pasaron los años, los sonoros golpes y el incienso hasta que una noche el gong se cansó y le dijo al buda:
   -¿Acaso no somos del mismo oro? Tú podrías haber sido yo, y yo tú mismo. Sin embargo  recibo golpes y golpes cada día y en cambio a ti te veneran, te ofrecen inciensos y flores.
   Me gusta imaginar que aquella representación del Fo Amituo sonrió al escucharlo y recordando las fuertes manos del herrero le dijo:
   -Es que a los golpes yo los recibí antes.



Según me contó el señor Luis Yuen
y algo adornada por mí.

1 comentario: